sábado, 12 de noviembre de 2022

A veces se gana y a veces se Aprende



    Acompañamiento para Gestión del Cambio 

En ocasiones la vida enseña a través de la pérdida.

No todo puede salir bien y no siempre las cosas están bajo control.

Todo está interrelacionado y al ser sistemas funcionando, en algún punto del sistema puede haber fallo. No es preciso que el sistema esté mal diseñado en su conjunto, sino que puede ocurrir (y ocurre constantemente) que el fallo se produzca en ese punto concreto que afecta a todo el resultado. 

Evitar que pase es la tarea. Hacer imposible que pase es una falacia. Precisaría tener una supervisión de cada punto. Y una supervisión de la supervisión. 

En determinados ámbitos con mucha sofisticación, cómo puede ser el aeroespacial, o el quirúrgico, o en el mundo de los coches y motos de competición, o en el militar, la aviación, la energía nuclear o química, etc., los protocolos de control y supervisión son muy estrictos. Mucho. Y aún así hay fallos. No es posible eliminarlos. Y se producen daños, accidentes, pérdidas cuantiosas.

Aprender de esos fallos es lo importante. Puede que el diseño de lo que sea (un proceso, un componente, un sistema) aparentemente sea bueno y al no fallar nada normalmente, hacernos creer que existe la seguridad de que no va a fallar si no lo ha hecho antes. Hasta que el fallo se produce y el análisis revela que uno o varios puntos del sistema (el que sea) no eran tan buenos, o estaban mal montados o implementados. O hubo fatiga de materiales o humana. 

Es tras el análisis cuando hay que aprender. El fallo es un coste, pero ese coste supone (o debe suponer) un peaje a pagar para la mejora, inherente a toda actividad, desde la más simple a la más compleja.

El aprendizaje es lo más importante aquí.

En el lanzamiento de la misión Apolo 1, los astronautas murieron abrasados en el módulo de mando en una prueba de lanzamiento en Cabo Cañaveral, el 27 de enero de 1967, un mes antes de la fecha de lanzamiento prevista.
Un incendio en la cabina durante la prueba acabó con la vida de los tres tripulantes: el comandante Virgil I. "Gus" Grissom, el piloto del módulo de mando Edward H. White II y el piloto del módulo lunar Roger B. Chaffee, destruyendo también el módulo de mando.

Este accidente paralizó el programa espacial durante un tiempo. Las muertes de los astronautas se atribuyeron a una serie de defectos de diseño y construcción con materiales letales en el módulo de mando del Apolo. Los vuelos tripulados del programa quedaron suspendidos durante 20 meses mientras se corregían los problemas encontrados. Después se reanudó el programa tras subsanar esos fallos.

Las pérdidas fueron tremendas. Además de las más importantes que fueron las vidas de los tres astronautas, las económicas y las de credibilidad y reputación fueron muy grandes.

Se perdió mucho. Pero se aprendió mucho. A un alto coste.

El programa espacial ha continuado y ha seguido habiendo fallos. En sistemas con protocolos de control súper estrictos, como también lo son los de la Fórmula 1. hay accidentes y averías costosísimas.

A veces no sólo no es posible detectar a tiempo el fallo, que es también en muchas ocasiones una concatenación de fallos distintos. 

Un pequeño conato de incendio en un pequeño almacén auxiliar puede provocar un incendio incontrolable en un rascacielos.

Los errores o los fallos pueden ser leves al comienzo y desembocar en otros más serios y de mayor repercusión.

Lo peor no es el fallo o el error. Es no aprender.

Ese no aprendizaje es la verdadera pérdida. La de la oportunidad de corregir y el resto de crecer y mejorar.

Nadie ni nada está libre de fallar. Estrepitosamente a veces (el fallo se mide por la gravedad de la consecuencia) Inevitablemente a veces.

Así son los sistemas y las personas (que también son sistemas que fallan)
El fallo o el error nos dan la oportunidad de aprender. No hacerlo es lo verdaderamente grave.


Jorge Arizcun
COACHING ACTIVO
Noviembre 2022



¿hablamos?




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martes, 1 de noviembre de 2022

Pereza y procrastinación

 

  Acompañamiento para Gestión del Cambio 


¿Por qué tenemos pereza para hacer cosas que son beneficiosas para nuestra vida?

Por ejemplo, el ejercicio físico que contribuye notablemente a nuestra salud. O la práctica de la meditación, que fomenta el equilibrio, la calma y nos ayuda a estar presentes. O el ejercicio intelectual, el conocimiento (leer, estudiar…)

Nadie puede poner en duda que el deporte es salud física. Nadie puede poner en duda la importancia de una buena salud física, de una buena salud mental y una buena salud social. Salud es esas tres cosas, a las que podemos añadir el aspecto trascendental de nuestra existencia, que también es muy importante.

Gran parte de la población no se ocupa de su salud a través del deporte, la alimentación, el descanso, el equilibrio, el autocuidado, las relaciones saludables y el desarrollo intelectual y de las destrezas que fomentan nuestra competencia a todos los niveles.

La razón que se da es principalmente la falta de tiempo. Yo añadiría la escasa o nula motivación e interés.

La falta de tiempo deja de ser excusa si existe interés y motivación suficientes.

¿Cuántas veces comenzamos a cuidarnos física y mentalmente por prescripción médica, o cuando no hacerlo provoca problemas familiares, sociales o laborales?

Cuidarse físicamente crea las condiciones para el resto de aspectos, el mental y el social. Y nos disciplina, con lo que gestionamos mejor nuestro tiempo y combatimos la pereza.

La realidad es que procrastinamos y buscamos excusas No se trata de falta de tiempo, sino de su deficiente gestión, de nuestra tendencia a procrastinar, que es un hábito que podemos quitarnos si nos ponemos a ello.

Claro que la falta de tiempo y motivación son la excusa perfecta para seguir procrastinando, lo que da lugar a un círculo vicioso en el que finalmente no tenemos tiempo ni ganas para luchar contra la procrastinación. Procrastinamos dejar de procrastinar.

El verbo procrastinar significa "diferir", "posponer", "aplazar" y proviene del verbo latino procrastināre, formulado por el prefijo pro-, que remite a “adelante”, y el término crāstinus, por “día siguiente” o “mañana”.

¿Sabes que gran parte de la gente se considera procrastinadora crónica, con un hábito firmemente asentado? (uno de cada cinco adultos es procrastinador severo y la mitad de los estudiantes también manifiesta importante severidad en este hábito. Es mucha gente)

Lo que seguramente no saben es cómo la procrastinación, dejar para después o para mañana las tareas, es una causa importante de estrés, ya que supone el motivo de no pocos problemas, al ser tremendamente contraproducente en el ámbito profesional y en el personal, suponiendo una distorsión de nuestra percepción de la calidad de vida (creemos que tiene mayor calidad nuestra vida si posponemos tareas que no nos apetecen, nos aburren o no nos motivan por su dificultad o por su escasa dificultad)

El hábito de la procrastinación es causante de trastornos de ansiedad, estados depresivos, trastornos del sueño o alimentarios. En definitiva: estrés.

El estrés que produce el hábito de procrastinar puede cronificar esos trastornos, al ser un hábito que va a más (cuanto más procrastines, más vas a procrastinar) Esto podemos enlazarlo con las prácticas de bienestar, como por ejemplo el deporte y la disciplina que conseguimos haciendo ejercicio, que nos ayuda a combatir el hábito de posponer.

Romper el círculo vicioso no es sencillo.

No es sólo que dé pereza hacer cosas que cuestan o nos aburren. Es más que eso, se trata de toda una batalla que se libra en nuestro interior, en nuestro cerebro. No hay que considerar la procrastinación como pereza o incompetencia. Los estudios de neurociencia avanzada demuestran que se trata de un conflicto en el plano biológico, entre el sistema límbico y la corteza prefrontal, que son complejas áreas del cerebro  interconectadas.

El primero es un potente sistema que comprende las estructuras del cerebro que activan las emociones. Este sistema apareció en la escala filogenética, en nuestra evolución, antes que la corteza prefrontal, o córtex cerebral.

Esta última estructura, más evolucionada, encargada de los procesos complejos del intelecto, como el razonamiento, la resolución de problemas y la conciencia social, es considerada como el centro de la personalidad y es la que nos diferencia claramente del resto de las especies animales.

Cuando nos enfrentamos a una tarea que no nos resulta agradable o cómoda, la batalla entre los dos sistemas la gana el más antiguo, el límbico, el de las emociones y el instinto. Y procrastinamos. El sistema más reciente, el prefrontal, pierde. La razón pierde frente al instinto y la reacción inconsciente, al elegir la recompensa inmediata y el bienestar momentáneo, posponiendo la tarea sin pensar en las consecuencias y el malestar a medio y largo plazo.

Ya lo haré mañana. Ya saldré a correr mañana (o nadar, o cualquier otro deporte) Este aspecto del ejercicio físico es el gran perjudicado al ser particularmente susceptible a la procrastinación. Mucha gente considera el deporte como algo desagradable y perciben esta tarea, que es necesaria, de forma negativa, hasta el punto de poder llegar a producir rechazo.

Detrás puede estar la percepción de falta de competencia, la falta de motivación, la falta de paciencia y la inconstancia, lo que produce una emoción desagradable, que es la frustración. La reacción instintiva de nuestro cerebro más primitivo es la evitación que se manifiesta en forma de procrastinación. Esto es válido para el deporte, para la dieta, para el estudio, los proyectos, las relaciones (“ya quedaremos”, “te llamaré uno de estos días”, ¿te suena?)

La implicación en la actividad física o mental intensa, según estudios realizados, genera un estado de activación que no nos resulta agradable.

Lo cierto es que tras la actividad física o mental tenemos en general mejor estado de ánimo, aunque el desarrollo de la tarea no nos resulte agradable mientras se está realizando (esta percepción puede cambiarse con diferentes técnicas)

Esto tiene que ver con el rechazo primario a salir de nuestra “zona de confort”, a vencer la inercia. Procrastinamos porque elegimos esa falsa comodidad (que a la larga resulta tremendamente incómoda)

Nuestro bienestar requiere de más acción, actividad física, mental, retos a superar, metas a conseguir. La procrastinación propone lo contrario, lo fácil, lo inmediato, precisamente lo que nos va a provocar malestar, desequilibrio e insatisfacción.

En referencia al deporte, un estudio reciente, realizado con una muestra de 621 personas (274 mujeres y 347 hombres) con edades comprendidas entre 18 y 83 años de edad, que mantenían la práctica de algún tipo de actividad física, demuestra que estas personas tenían una percepción de mayor calidad de vida y se sentían más saludables y despiertas, menos perezosas, más proactivas y por tanto con menor proprensión a la procrastinación.

En dicho estudio se concluyó que una práctica deportiva de un mínimo de dos horas y media a la semana, da como resultado, además de una mejor forma física, una percepción más positiva de la propia salud.

Esto es extrapolable a cualquier otra actividad. La percepción resultante es un estado de satisfacción sostenible, lo que es una motivación en sí mismo.

Como dijo un poeta inglés (Edward Young): “El tiempo perdido es la existencia; El tiempo utilizado es la vida”. No te limites tan sólo a existir, vive.

No se trata de llenar de años la vida, sino de llenar los años de vida. Procrastinando, posponemos hacer, posponemos vivir. Porque nuestra tarea vital es el bienestar a largo plazo. Y el hábito de la procrastinación nos aleja de ese bienestar. Nos aleja de nuestra vida.


Jorge Arizcun


domingo, 30 de octubre de 2022

El Zen de los cojones

  

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El zen de los cojones



Esta es la “lindeza” que un día, gracias a una persona bienintencionada, me enteré que se decía de mi a mis espaldas en mi entorno laboral. También sé que en otros entornos se me calificaba como “soñador”, el de los “pájaros en la cabeza” y más recientemente el “Ghandi”

Entonces me molestó mucho. Ahora no lo haría ni lo hace. Todo lo contrario.

Ser alguien Zen, es ser alguien que trabaja en su equilibrio. En su acepción formal se refiere a alguien que practica la sentada de los Budas (zazen), la meditación sentada en posición de loto, que es la esencia del budismo, para lograr la intimidad con uno mismo y la comprensión de nuestro Ser, nuestra verdadera naturaleza, comprendiendo que es parte de algo más grande, el Universo, y armonizarnos con él, vibrando en su misma frecuencia (tengo que decir, que la posición de loto no es posible para un cuerpo tan poco flexible como el mío, aunque no soy pretencioso con eso y adopto posturas más asequibles…)

Este camino interior, a través de la práctica, me ayuda a tomar conciencia de que no soy tan importante en mi individualidad, que soy parte del mundo como un todo, que puedo apreciarlo tal y como es y que mi visión está deformada por mis prejuicios y mis percepciones subjetivas. Esto me hace respetar al mundo en su conjunto, que no es otra cosa que respetarme a mí mismo.

¿Para qué me sirve entonces atender esas voces que me juzgan o me critican? Si las atiendo, realmente me coloco en la posición de mi yo pequeñito, de mi ego al que sí importan las opiniones y los juicios de otros egos, pequeños en su percepción de individualidad.

Lo importante, según lo he experimentado y lo experimento, es buscar ese equilibrio, esa ecuanimidad, esa calma y ese discernimiento que surge de no identificarse con el ego. Esto lo llevo practicando conscientemente desde que descubrí que yo tenía que ser algo más de lo que percibía que era.

Después de la importante y profunda crisis personal que transité, trabajando con bastante dificultad para reducir mi estrés, mi malestar y mi ansiedad, fue cuando esa práctica se tornó consciente. Antes no. Me conducía por la vida en ese “modo búsqueda”, ese inconformismo con lo que percibía y sentía, que latía en mi inconsciente pidiendo emerger, pero silenciado y con la salida cerrada tras un muro de percepción, de condicionamientos, de creencias y de valores mundanos que creía ciertos, pero ante los que de alguna manera me rebelaba (soñando, parando, leyendo, cuestionando) Así se iba poco a poco derribando ladrillo a ladrillo ese grueso muro, muy lentamente mientras mi ego campaba a sus anchas y dirigía mi vida, conmigo ausente, y después mucho más rápido cuando la vida me despertó con violentos zarandeos.

Entonces no comprendía las críticas. Ahora no sólo las entiendo, sino que las miro con compasión, ya que sé de dónde provienen. Todas las personas en mayor o menor medida, con más o menos intensidad experimentan esos momentos de despertar. Aquellas que tienen como yo la suerte de haber despertado más intensamente y más duraderamente, acogemos la práctica como el camino permanente al despertar, ya que tendemos, como el resto, al estado de adormecimiento al que nuestro ego, con su voz engañosa, trata de llevarnos todo el tiempo. Es esa voz que pretende hacernos creer que lo que percibimos es real, que somos seres individuales, que tenemos la razón, que no hay nada más que lo que vemos.

Así que “el Zen de los cojones” acepta esa calificación, quitándole toda la carga de juicio que lleva y dejándolo en Zen a secas. El que medita y busca el equilibrio y la armonía. Porque si eso es criticable, bienvenida sea la crítica, que yo transformo en reconocimiento. Sólo que los otros egos no lo saben aún. No pueden saberlo mientras no despierten. Y esto ocurre muchas veces sólo al ser enérgicamente zarandeados.

Hay quien despierta sin más, sin crisis. Afortunadas esas almas elegidas.

El resto tenemos que abrirnos paso a machetazos por la espesa selva perceptiva, entre las gruesas ramas espinosas de los juicios, de las creencias y los falsos valores de los que se alimenta y por los que existe el pequeño personaje que creemos que somos, nuestro ego.

Hacen falta muchos “Zen de los cojones”, muchos fareros, muchas almas soñadoras, que fomenten valores de calma, de equilibrio y de acompañamiento en el camino de despertar de otras personas.

Por mi parte, sólo puedo agradecer esas críticas, que cargan las baterías de la luz de mi faro y me mantienen despierto, estimulándome a seguir por mi sendero y acompañar a otras personas por los suyos, en su caminar hacia sus Yoes con mayúsculas, las puertas de entrada al lugar del que todos somos parte.



¡No!

 

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NO




Esta reflexión fue escrita en un momento de autoafirmación y aunque reivindica los límites que tenemos derecho a poner y el no tener que aguantar juicios, críticas o consejos no solicitados de nadie, tiene cierta carga emocional y de juicio hacia esas personas que nos critican, juzgan, reprochan o aconsejan desde “sus verdades”

Reproduzco el texto literalmente, tal y como lo escribí esperando que sepáis quitarle esa carga emocional y quedaros sólo con el mensaje de autoafirmación:

No.

Yo no soy quien tiene que aguantar  la crítica, el juicio, el reproche y los consejos que me indiquen cómo debo pensar y cómo debo actuar.

No.

Yo no tengo por qué explicar ni justificar nada. No tengo que permitir que las opiniones de otras personas me hagan dudar, me atemoricen, me condicionen.

No.

Yo no tengo que renegar de mis aciertos ni de mis errores. Son míos y conforman quién soy hoy. Ninguna opinión puede ni va a hacer que yo dude de mí. 

No.

Eso no va a suceder. Porque ante todo me debo respeto, mucho antes que reclamar el respeto de otras personas. Yo estoy antes. Lo siento. Nadie, salvo yo mismo, tiene ni idea de cómo se ve el mundo desde mi posición y de lo que eso me hace sentir.

Nadie puede saber lo que a mí me afecta, los porqués de las decisiones que han ido conformando mi camino. No hay migas para desandarlos y encontrar a esa persona que un día fui y que ya no soy.

Todo es demasiado complejo. La simpleza de un comentario, de una opinión o de los consejos sobre cómo debes hacer o pensar, la tremenda simpleza de un juicio basado en los condicionantes y en las distorsiones de otros u otras, no pueden ni van a hacerme mirar el mundo con los ojos de otra persona. Su graduación no es la misma.

No.

No voy a planteármelo siquiera. Porque aunque quisiera no puedo. Nadie puede. Tan solo es posible vivir la vida propia y esa tarea que ocupa todo el tiempo vital es la que a cada cual le toca. Es la suya.

Mi vida es mía. Mi historia es legítima. Tanto como lo es la de cada uno de los demás. Yo no he venido aquí a opinar sobre otros, ni a juzgar ni a sentenciar. Bastante tengo con lo mío.

Puedo apoyarme en otras personas. Puedo tener en cuenta lo que me dicen, sus opiniones. Y también puedo obviarlas, rechazarlas, ignorarlas.

No.

No voy a lamentarme por nada. Voy a dar por bueno lo vivido y lo decidido.

Voy a aceptarme sin tener en cuenta nada más.